Cada vez que la Unión Europea quiere ayudar a los países en desarrollo y a los más pobres del mundo, una gran parte del coste de la factura recae sobre las economías de los agricultores y ganaderos comunitarios. Un buen ejemplo de ello es lo que sucede en el sector del arroz: se ha registrado un fuerte incremento de las importaciones procedentes, entre otras naciones, de Camboya y Myanmar (la antigua Birmania), fundamentalmente del tipo Indica, blanqueado y semiblanqueado, que accede al mercado comunitario libre de aranceles y sin límite de cantidad en el marco de la llamada iniciativa «Todo menos las armas». Esta última consiste en permitir la entrada libre para todos los productos menos el armamento.
En la campaña 2007-08 las importaciones de esos dos países no llegaban al 1% del total de la UE; diez años después representan más del 30% (500.000 toneladas de 1,7 millones). Desde Italia y, en menor medida, desde España se ha puesto el grito en el cielo.
¿Quién garantiza y vigila que los productos importados cumplen esos mismos requisitos?
Por un lado, es evidente que este tipo de países sólo produce, y por lo tanto solo puede exportar, mercancías agrarias, ya que no disponen de industria y de servicios con los que salir al exterior. Desde este punto de vista está claro que una forma de ayudarles es facilitando el acceso de sus bienes agrícolas al mercado comunitario. Ahora bien, habrá que compensar a los agricultores comunitarios sobre los que recae el peso de la factura.
Además, también se debe prestar atención a otro aspecto del problema: los productores de la UE deben soportar unas exigencias muy elevadas en materia de medio ambiente, prohibición de pesticidas y herbicidas, normas de sanidad para proteger a los consumidores… ¿Quién garantiza y vigila que los productos importados cumplen esos mismos requisitos? En la práctica nadie se ocupa de ello, por mucho que desde Bruselas digan lo contrario.
Artículo de opinión publicado en el diario `La Razón´ el 9 de abril de 2018. El Galgo Apeles: César Lumbreras